El sonido de una alarma constante, gritos por doquier, linternas en el rostro y la imposibilidad de salir, son parte de las imágenes imborrables que la pequeña Daniela (nombre ficticio) recuerda una y otra vez sobre su estancia en el centro de detención de Berks County.
La menor, quien ahora tiene nueve años, fue ingresada a “la cárcel” de inmigración en Pensilvania junto con su madre, Fernanda, cuando apenas tenía seis añitos.
Ambas arribaron a Atlanta en el 2015, provenientes de Colombia, con una visa de turismo, pero a su arribo la madre de la niña pidió asilo político por miedo a una pandilla de paramilitares que la perseguía.
“Lo peor, que no me gustaba, era que a la media noche nos ponían una alarma y nos levantaban. Me asustaba mucho porque nos sacaban al frío o al calor. Sonaba bien duro beep, beep, beep”, relató la niña. Agregó que “los primeros días pensé que había un fuego de verdad, pero luego me acostumbré”.
Daniela no entendía el encierro, ni mucho menos la razón por la que su madre la sacó de su natal Colombia. El trayecto de por sí fue confuso, porque lo único que tiene en su mente fue que tan pronto arribaron a Estados Unidos “nos metieron en un cuarto que parecía una cárcel y tenía una clave para poder salir”.
Mientras los adultos completaban sus trámites la inquietud aumentaba. “Ahí estuvimos una noche y salimos al otro día y nos llevaron a un carro y mi mami me dijo que nos iban a separar. Me puse triste y a llorar”, relató.
Daniela fue puesta bajo un programa de acogida temporal con una persona a quien ella misma describe como “una señora que me hablaba en inglés”, pero que tenía una casa “con muchos cuartos y camas”. “Después de unos días me quedé sola con ella. Lloraba todas las noches porque extrañaba a mi mami y le oraba a Dios que algún día pudiera volver a verla, solo un ratito… pensé que nunca más la iba a ver”.
Su cuidadora la llevaba a la escuela y al parque. Por espacio de dos meses, mientras su madre estuvo presa y en procesos migratorios, ella pudo tener una vida de niña.
Un buen día recibió la llamada de su mamá quien le dijo que alistara sus pertenencias. “Alisté mi maleta y todo. La señora me regaló juguetes”. De ahí oficiales de inmigración la reunieron con su madre en el aeropuerto y ambas fueron transportadas a Pensilvania al centro de detención.
EEUU
“Era más o menos como una cárcel, era como un cuarto grande. A mi mami le mostraron todo y le dijeron que cada mañana había que levantarse a las 7:00 a.m. y tomarse turnos para limpiar o ayudar a hacer la comida”, recordó.
Daniela hizo amigos, pero también tuvo problemas durante su estancia. Fernanda, su madre, relató que una vez se enfermó con fiebre alta y hasta convulsionó. “Ellos tiene una enfermería allí con medicamentos y no me le quisieron dar ni Tylenol yo no sé por qué”, sostuvo.
Entre sus recuerdos la pequeña no olvida que tenía que intercambiar, un día a la semana su identificación por un juego que debía compartir, así como sólo un día a la semana los dejaban ir al parque trasero de las instalaciones. Hizo amiguitos, en especial una niña que como ella no le gustaban los frijoles y el arroz de la cafetería por lo que sus respectivas madres les compraban palomitas de maíz que compartían.
En la actualidad la niña se muestra muy apegada a su mamá, pero su comportamiento es normal. Su progenitora dice que “se esconde” y “que ya no es independiente y alegre”.
Le teme a que “nos vengan a llevar otra vez a ese lugar” y describe a inmigración o a oficiales migratorios como “personas malas con mucha ropa”.